Carles Pi Sunyer (1888-1971), político español y alcalde de Barcelona en momentos decisivos de la historia de la ciudad (1936-1937).

The man


    Carles Pi Sunyer, ingeniero y político español, fue una figura clave d la Segunda República, ocupando cargos d gran peso en un periodo convulso d la historia d España. Fue diputado en las Cortes Constituyentes, ministro de Trabajo y diputado del Parlamento de Cataluña

En febrero d 1934, fue elegido alcalde de Barcelona, pero la Revolución d ese mismo año lo llevó a prisión hasta febrero d 1936. Volvió a asumir la alcaldía en plena Guerra Civil, entre 1936 y 1937, viviendo d primera mano el golpe d Estado, la caída d Barcelona, la d Madrid y el fin d la República. 

Tras la derrota, se exilió y pasó el resto d su vida fuera d España, falleciendo en Venezuela en 1971.

Pequeño inciso (esto fue lo que pasó en 1934):

En Cataluña, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó el Estado Catalán dentro de la República Federal Española el 6 d octubre d 1934. Pero, la insurrección fue sofocada rápidamente x el ejército bajo el mando del general Batet. Como consecuencia, Companys y su gobierno fueron detenidos, así como diversas autoridades republicanas y municipales (entre ellas Carles Pi Sunyer, q era alcalde d Barcelona en ese momento).

Permaneció en prisión hasta febrero d 1936, cuando el triunfo del Frente Popular en las elecciones permitió su liberación.

Una fecha decisiva


Nota: Los textos presentados son extractos del libro La República y la Guerra: memorias de un político catalán de Carles Pi Sunyer.

Diecinueve de julio de 1936. Una fecha. Un hito. Una encrucijada. Confluencia de pasiones, de exaltación, de desesperanza, de valor. Confusión desordenada, terca voluntad, heroísmo anónimo. Crepitar de disparos en un silencio de muerte. El temor de hoy y el miedo del mañana. La alegría del triunfo y el presentimiento de tantos dolores. Algo hondo irrevocable, como una falla geológica abierta entre el pasado y el futuro. Promesas de alba y pesadillas de ocaso. La incertidumbre de la lucha y el sombrío interrogante de lo que después pueda venir. Una jornada que condicionó el destino, tanto de los que luchaban en la calle, como de los que seguían el pasar de las horas lentas, sin poder saber ni comprender lo que sucedía. Diecinueve de julio. El vuelco que cambió el curso de tantos y tantos millares de vidas.

¡Cómo recuerdo aquella mañana de verano en el despacho de la Alcaldía! La plaza medio desierta, piquetes de guardias cerca de la puerta de la Generalitat y en una esquina. Y una angustiosa sensación de silencio que rompe el estallido de disparos lejanos. A veces las descargas son más insistentes. Pero pronto vuelve la calma engañosa. Como si aquella encrucijada cruel fuese una hora de paz. De momento, poco puede hacerse desde el Municipio. Urge tomar las medidas que aseguren la continuidad de los servicios urbanos. En aquella hora temprana parece afirmarse la sensación del fracaso inicial de los rebeldes en su intento de apoderarse de la ciudad, antes de que ésta despertase, ocupándola con fuerzas del ejército. Pero, junto a esa sensación, también la de que la amenaza todavía persiste y que el desenlace se presenta indeciso.



El caos de la batalla

Vista desde el despacho de la Alcaldía - en realidad desde casi cualquier lugar de Barcelona— la jornada del 19 de julio, con sus incidentes, azares y alternativas de la lucha, presentaba un cuadro confuso, inconexo, contradictorio, que no dejaba ver claramente cuál era la situación en cada instante y cómo iba a desarrollarse. Al salir a la calle los militares habían querido poner en práctica el plan de operaciones preparado de antemano; pero los errores iniciales, la falta de decisión y la resistencia inesperada que encontraron, hicieron que fracasasen desde la primera hora, y que en el resto del día no hiciesen más que aprovechar las oportunidades que pudiesen ofrecérseles. Por otra parte, los que luchaban contra los rebeldes, no podían hacer más que ir parando los golpes y respondiendo a la agresión con la terca resistencia en barricadas improvisadas o con contraataques emprendidos con más voluntariosa resolución que disciplina. No obstante, al avanzar el día, fueron perfilándose, vagas, inciertas todavía, las líneas generales de aquella multiplicidad de combates dispersos, que en su confusión caótica, valor desesperado y lucha a muerte, dieron al 19 de julio su significación histórica de encrucijada de destinos.

Los militares se lanzaron a la calle creyendo que desde el primer momento tendrían la partida ganada. Su confianza era explicable. La diferencia de fuerzas entre los dos bandos se inclinaba resueltamente a su favor; disponían de ocho mil hombres encuadrados militarmente, y de todos los fusiles suplementarios que se requiriesen en los Parques de armamento bien provistos. Por su parte, la Generalitat contaba con dos Tercios de la Guardia Civil, quince Compañías de Seguridad y Asalto, y los Mossos d'Esquadra; en total seis mil hombres distribuidos por toda Cataluña, de los cuales no llegaban a cinco mil los disponibles en Barcelona. Una fuerza heterogénea, de valor combativo desigual, y de lealtad no en todos igualmente segura. Podía también contar, es cierto, con la acción de los afiliados a las organizaciones políticas y sindicales, pero a pesar de que más tarde éstos habrían de combatir con gran valentía, en el momento de iniciarse la lucha su contribución efectiva parecía incierta y aleatoria.

De acuerdo con el plan de los rebeldes, las principales fuerzas móviles habían de convergir en la Plaza de Catalunya, y una vez allí reunidas, irse apoderando de todos los centros neurálgicos del Gobierno, y progresivamente de toda la ciudad. En oposición a este plan, el de los jefes militares fieles a la República era impedir que se reuniesen las columnas rebeldes y batirlas separadamente. Fue un plan de defensa, más fruto de la improvisación que del cálculo, y que en la confusión de la lucha tuvo que irse adaptando a las contingencias de la jornada; pero que, en conjunto, fue eficaz, constituyendo la base principal del triunfo de las fuerzas republicanas.
Plaza Cataluña el 19 de julio de 1936, tras el estallido de la Guerra Civil española.


Plaza Cataluña el 19 de julio de 1936, tras el estallido de la Guerra Civil española.


Soldados civiles leales armados patrullando las calles de Barcelona, en un autobús utilizado normalmente para hacer turismo.


 
Cuartel de Pedralbes.
Mujer en una barricada de las CNT-FAI, Barcelona, 1936.

El inicio del fracaso rebelde


Los primeros batallones rebeldes que salieron fueron los del cuartel de Pedralbes. Allí, por la noche, los militares más arrebatados prendieron a los jefes leales a la República y se apoderaron del mando. Como en otros cuarteles, durante las horas de espera, dieron a los soldados vino en abundancia; a las cinco de la mañana una columna marchó por la Diagonal con el propósito de bajar por el Paseo de Grácia hacia la Plaza de Catalunya y la calle de Corts Catalanes. El primer choque, y uno de los decisivos porque desbarató el plan de los sublevados, tuvo lugar en el cruce de la Diagonal y el Paseo de Gracia. La columna que venía del cuartel de Pedralbes, junto con los artilleros del cuartel de Sant Andreu, chocaron con una compañía de Guardias de Seguridad, bajo el mando del teniente Martínez Albaladejo, a la que se juntó un contingente bastante numeroso de militantes políticos y sindicales que sólo tenían armas cortas. La lucha fue áspera, llevada con tensa resolución por los elementos republicanos. Pero duró poco.

Los soldados se desmoralizaron y huyeron, abandonando las armas. Era una primera derrota de gran valor táctico porque cortaba en un centro crucial las líneas de comunicación de los rebeldes, y constituía además, una pérdida de efectivos y un descenso en la moral de otras fuerzas sublevadas.

Pero la suerte no estaba aún decidida. La columna del regimiento de Pedralbes, viniendo por la calle de Corts Catalanes, había ocupado las Plazas de la Universitat y Catalunya, habiéndose apostado así en una posición central y amenazadora, de la que, por la tarde, habría de costar mucho esfuerzo desalojarla. Los militares tenían en su poder los poderosos reductos de las Drassanes, las dependencias militares y los docks de la Barceloneta. Los Guardias de Asalto y gente del pueblo combatían contra los soldados del Regimiento de Artillería de Montaña. Y aquí y allá surgían disparos aislados, para prevenir peligros o consolidar posiciones defensivas.

Entre las siete y las ocho de la mañana la lucha se había extendido; con mayor o menor intensidad se combatía en toda la ciudad. Para cerrar el paso a las columnas sublevadas y para hostilizarlas, se habían levantado en las avenidas principales y también en calles estrechas, barreras de barricadas, fruto de la improvisación, pero que tenían detrás, defendiéndolas, gente dispuesta a batirse hasta la muerte. Rasgaba el extraño silencio de una ciudad sin tráfico el estallido de los disparos aislados o en descargas, a veces lejanos, otras más cerca. Y en el ambiente había la incertidumbre y ansiedad de las horas decisivas.

Companys seguía en la Jefatura de Policía, con Escofet, Comisario General, y Guarner, Jefe de los Servicios. Josep Maria Espanya, Conseller de Gobernación, se encontraba en la sede de su Conselleria con los Jefes de la Guardia Civil y de las fuerzas de Asalto, bajo la amenaza del Regimiento de Artillería de Montaña, sublevado en la Barceloneta. En Capitanía, el Capitán General, Llano de la Encomienda, estaba prácticamente incomunicado; sus ayudantes, en plena complicidad con los rebeldes, no le obedecían, le engañaban en las comunicaciones telefónicas y era virtualmente un prisionero.
 


La rendición de los sublevados


En el transcurso de la mañana los combates se extendieron.
En la Barceloneta la lucha contra el regimiento de Artillería de Montaña tomaba extremo vigor. Al fin se decidió con la derrota de los rebeldes; y, por segunda vez, los soldados al huir dejaron en medio de la calle cuatro cañones y todas sus armas. Entretanto, la Guardia Civil mandada por el coronel Emilio Escobar, con el apoyo de un fuerte contingente de militantes políticos y sindicales, tomó la Plaza de la Universitat, pero fracasó el intento de desalojar a los sublevados de la Plaza de Catalunya con un ataque desde la Rambla. En otros sitios se combatía con resultados indecisos y alternativas fluctuantes. Después de horas de combate la Plaza de Catalunya se había convertido en el punto focal donde había de decidirse el desenlace.

Mientras en la calle continuaban cada vez más intensas las refriegas, en Capitanía los hechos se sucedían con un estilo de tragicomedia. No podría comprenderse lo que allí fue sucediendo sin tener en cuenta la suerte fluctuante de la lucha y el poco temple de algunos de los jefes sublevados cuando empezaron a darla por perdida. 

En la mañana, el general Fernández Burriel del cuartel de Pedralbes, dándolo todo por perdido, se presentó en Capitanía a rendirse, mientras, por su parte, los capitanes Lizcano de la Rosa y López Belda conminaban a Llano de la Encomienda a hacer lo mismo. Los ayudantes poco leales que se habían puesto en comunicación con el general Goded, le dijeron que éste había llegado en un hidroavión a la Aeronáutica Naval. Era cierto. Pronto Goded llegó a Capitanía, en el momento en que había estallado una disputa violenta, colérica. Lizcano de la Rosa y López Belda insultaban a Llano de la Encomienda, Fernández Burriel lo defendía, y la trifulca acabó deteniendo al Capitán General. Ante estos hechos, y lo que pudo conocer o colegir de la situación, Goded no se sentía nada satisfecho de que los sublevados fuesen perdiendo posiciones, hombres y armamento. Cada vez fue convenciéndose más de que le habían hecho caer en una trampa.

A primera hora de la tarde tuvo lugar el episodio decisivo, la ocupación de los reductos de la Plaza de Catalunya por las fuerzas republicanas. El gesto que levantó la moral de los que allí combatían con tanto ardor fue la llegada, a paso de marcha, del coronel Escobar al frente de un batallón de la Guardia Civil. Pero los sublevados no cedieron y la lucha siguió encarnizada y cruenta. Las posiciones de los rebeldes cayeron una a una, siendo los primeros en poner bandera blanca los que ocupaban el Hotel Colón. Poco más tarde también se rindieron los apostados en el Círculo Militar.

Donde la lucha era más feroz —la más violenta de todas— fue en el edificio de la Telefónica. Durante parte de la tarde unos pisos estuvieron en poder de los sitiados y otros ocupados por los atacantes. Cuando los últimos pisos, aún con rebeldes que se defendían, fueron tomados por asalto, acabó la lucha en la Plaza de Catalunya. Y, de hecho, quedaba resuelta para todo el conjunto de Barcelona.

El general Goded, encerrado en Capitanía, fue el primero en comprenderlo. Y para probar si todavía quedaba alguna posibilidad de arreglo, llamó a Espanya por teléfono. Desde Gobernación, éste se mantuvo firme y le dijo que se rindiese. Después de pensarlo, Goded accedió, pero pidiendo como protección una escolta armada. Pérez Farràs fue a buscarlo para conducirlo a la Generalitat. Y fue en el despacho de Companys desde donde habló por radio, declarando, para evitar mayores daños, que la lucha estaba perdida. A Goded le hicieron ir a Barcelona engañado desde Mallorca, y se portó humanamente. Sus palabras de reconocimiento del fracaso de la sublevación en Barcelona, no sólo daban por decidida la lucha en Cataluña; eran también una inyección alentadora para todos los que en tierras de España resistían la acometida militar-falangista. Si en aquellas horas cruciales no pudieron lograrse los resultados decisivos que habrían salvado la República, no fue por culpa de Cataluña, que después de una jornada de combate a muerte había inflingido a los sublevados una derrota decisiva.


El fin de la batalla


Durante la noche reinó la calma, interrumpida por algunos disparos aislados. Quedaban todavía dos fuertes reductos, las dependencias militares y el cuartel de las Drassanes, en poder de los sublevados, resueltos a combatir hasta el fin, sin rendirse.

Como puesto avanzado para el ataque, la Rambla de Santa Mònica estaba defendida por barricadas y trincheras. La lucha en la mañana del lunes fue de las más duras y cruentas, sobre todo en las Drassanes, cuyo edificio tuvo que tomarse por asalto. Allí murieron el sindicalista Francisco Ascaso y el diputado del Parlamento de Cataluña Josep Colldeforns. Con la ocupación de estos reductos terminó prácticamente la lucha en Barcelona. El mismo lunes quedaban también vencidos los brotes del alzamiento en distintas partes de Cataluña.


Soldados y guardias de asalto atrincherados en Edificio Telefónica.

Un grupo de milicianos abandona el cementerio de Montjuic (Barcelona) tras un entierro, en 1936.

Voluntarios republicanos armados en una batalla callejera en Barcelona.

División política y militar de España, noviembre de 1936.

División política y militar de España


Después de las jornadas del 19 y 20 de julio, España quedó dividida en dos grandes mitades, no muy diferentes en extensión territorial, por una línea imprecisa, fluctuante, más imaginaria que efectiva, partiendo de la frontera portuguesa, al norte de Badajoz, que iba a encontrar y seguía la Sierra de Guadarrama que separa las dos Castillas, para bajar luego hasta Teruel, en poder de los llamados nacionalistas, subiendo nuevamente por tierras de Aragón, al este de Zaragoza y Huesca, hasta llegar a la frontera francesa en las estribaciones de los Pirineos. Las Canarias, Mallorca e Ibiza estaban en manos de los rebeldes; Menorca en poder de los republicanos. Dentro de las dos zonas que ocupaban los bandos enemigos había islotes, algunos de considerable extensión y otros consistentes en una sola ciudad, que dominaban los contrarios. El más importante de estos enclaves lo constituía en el norte la tira republicana de Asturias, Santander, Vizcaya y Guipúzcoa, si bien en la ciudad de Oviedo se mantenían las tropas rebeldes. En Andalucía la situación era confusa; las artimañas de Queipo de Llano le habían permitido dominar Sevilla, mientras que la mayor parte de las otras ciudades eran republicanas, pero aisladas en un territorio en general enemigo. En conjunto, el mapa español venía a ser como un gran tablero de ajedrez, con las posiciones fundamentales de uno y otro bando, pero con muchas piezas sueltas ocupando posiciones aventureras que podían ser de considerable valor en las jugadas de la guerra.

Tener ocupada mayor o menor extensión de territorio tenía indudable importancia. Pero no era todo. Un factor más decisivo eran las fuerzas de que pudiesen disponer los contrincantes. La población de la zona republicana, que incluía las ciudades más populosas, era en este aspecto superior a la otra. En cambio los rebeldes tenían un número mayor de tropas encuadradas y disciplinadas. La revolución que siguió al alzamiento había destruido, de hecho, en la zona republicana, los cuadros del ejército regular; la Guardia Civil y la de Asalto estaban desmoralizadas; muchos eran los oficiales que se habían sublevado, y a los otros les faltaba autoridad para imponer la disciplina. Era un ejército que había de rehacerse y para ello se necesitaba tiempo. En cambio los rebeldes podían contar con el ejército regular y la Guardia Civil estacionados en el territorio que ocupaban, los requetés y los falangistas organizados en unidades militarizadas, y como mayor amenaza, en caso de poderlos transportar a la Península, la Legión Extranjera y los tabores de moros del ejército de Africa, fuerzas rígidamente disciplinadas y con un fuerte espíritu combativo. La ventaja se inclinaba hacia el lado enemigo.



Fracaso republicano 


Los gravísimos inconvenientes de la falta de oficiales y de disciplina en el campo republicano habían de verse muy pronto con el fracaso de la Marina de Guerra. En el momento de la sublevación, por instrucciones recibidas por radio desde Madrid, en casi todos los buques se amotinaron las tripulaciones, matando o haciendo prisioneros a los oficiales. En consecuencia, casi toda la escuadra quedó en poder de la República, pero sin oficialidad ni disciplina, y en situación tan lamentable que nunca llegó a dominar ni tan sólo el Estrecho de Gibraltar, por el que llegaron parte de las tropas de Africa. En cuanto al dominio del aire, que al principio, con poca aviación, no tuvo ninguno de los bandos, con la llegada desde el primer momento de refuerzos considerables de aviones alemanes e italianos, se inclinó decisivamente en favor de los rebeldes.

En el frente de Aragón, el avance emprendido desde el primer día fue rápido por no encontrar enemigo que hiciese resistencia efectiva. A las primeras columnas mandadas por Pérez Farràs y Durruti, se añadieron otras, puestas todas bajo el mando, más bien nominal que efectivo, del coronel Villalba. Los milicianos cenetistas, al avanzar, se preocupaban más de hacer la revolución en los pueblos que ocupaban, que de los objetivos militares. A pesar de ello, el avance fue fácil hasta llegar cerca de Huesca y las inmediaciones de Zaragoza. Fue la columna Durruti la que llegó ante la capital aragonesa, y que por temor a que la envolviesen o porque no se atrevió a atacar, se detuvo delante de Zaragoza, donde por muchos meses el frente quedó estacionario. Como que eran fuerzas faltas de empuje ofensivo, y además no había ningún  peligro inminente de que atacasen los facciosos, pronto el Estado Mayor Central comenzó a sacar soldados de Cataluña para enviarlos a los frentes de Madrid o de Extremadura. Y, adormecido en su inmovilismo, el frente aragonés pasó a ser un frente secundario.



Objetivo: Madrid


Desde el primer momento los facciosos escogieron la ciudad de Madrid como primer y principal objetivo estratégico. Era lógico que así fuese. Si conseguían tomar Madrid y hacerlo rápidamente, era de creer que la caída de la capital precipitaría a su favor el desenlace de la guerra. Y aun en el caso de que esta finalidad decisiva fallase, el dominio de Madrid les aseguraba una fuerte posición central desde la que podían guerrear por líneas interiores, y combatir sucesivamente contra los frentes republicanos que estimasen mejor. En tan temprana fecha como el 21 de julio salió avanzando a Madrid una columna mixta de soldados regulares y falangistas, dirigiéndose hacia el Alto de León, en la Sierra de Guadarrama. Pero el paso estaba ocupado por milicianos madrileños, y la columna se retiró. No obstante, bien pronto los rebeldes volvieron a avanzar, librándose las primeras batallas de la guerra en las estribaciones de dicha sierra.
Famosa fotografía de Madrid en 1937.
      
Un equipo de vuelo de la Legión Cóndor se dispone a subir a un Heinkel He 111.


El puente aéreo


Otro hecho, que también sucedió muy al comienzo de la guerra, había de tener decisiva influencia en su curso y desenlace. Este hecho, fatal para los republicanos, y conseguido por la ayuda descarada que desde el primer momento las potencias fascistas dieron a los rebeldes, fue el paso a la Península de una parte substancial y la más disciplinadamente combativa, del ejército de Africa: los legionarios y los moros. Muy pronto después de iniciarse la guerra comenzaron a llegar a Marruecos escuadrillas de aviones alemanes e italianos, de transporte y de caza, Junkers, Heinkels y Savoias Marchetti. El que organizaron los alemanes fue el primer caso de un puente aéreo en las guerras, gracias al cual los rebeldes pudieron transportar a Andalucía batallones del Tercio y de los regulares moros. Y con el dominio del aire, gracias a la superioridad en aviación, también pudieron hacer pasar más tropas con transportes marítimos, hasta reunir un poderoso ejército. ¡Cuánta razón tenía Hitler al decir más tarde que eran sus Junkers 52 los que habían dado a Franco la victoria! Porque en aquel momento de desorientación, cuando los republicanos tenían que improvisar una apariencia de ejército, poseer una fuerza compacta, tan severamente disciplinada y con veteranía combativa como la de los rebeldes, daba a éstos una ventaja inicial que el curso de la guerra demostraría ser decisiva.



Mallorca: un fracaso estratégico


En el primer mes de guerra ocurrió otro acontecimiento muy discutido, la expedición a Mallorca. En el tablero de ajedrez, sobre el cual, como hemos dicho, se jugaba en aquellos primeros meses la suerte de la guerra, la de Mallorca fue una jugada aventurera, siendo muy grande la incertidumbre del éxito; pero, en caso de lograrlo, la importancia que alcanzaría compensaba lo aleatorio del riesgo. Inspirada por los elementos de "Estat Catala" era un intento de dar mayor nobleza a la lucha, malherida por el terrorismo, y combatir con una finalidad ambiciosa. A comienzos de agosto, una fuerza catalana y valenciana, mandada por el capitán de Aviación Albert Bayo, embarcada en cuatro transportes, a los cuales acompañaba el "Jaime I" y algún otro buque de la escuadra, se dirigió a la isla de Ibiza que fue fácilmente ocupada. El 13 de agosto los expedicionarios desembarcaron en la costa occidental de Mallorca, cerca de Porto Cristo; pudieron ocupar una cabeza de playa de bastante extensión y cierta profundidad, pero pronto el avance quedó bloqueado, y por la misma causa, la intervención directa de las potencias fascistas que había permitido transportar a la Península el Ejército de Africa. Llegó a la isla una escuadrón de aviones italianos de caza y de bombardeo. Este apoyo hizo surgir y hacerse dueño de Mallorca, a un personaje siniestro, un italiano de barba roja llamado Bonaccorsi, que se hacía denominar Conte Rossi, y que fue el instigador y perpetrador de los mayores horrores que se cometieron en la isla. Pero después llegaba a Mallorca, por vía del aire, una unidad de la Legión Extranjera de Africa. Con estos elementos, los rebeldes contaron con fuerzas bastantes para emprender una contraofensiva. Por otra parte, Indalecio Prieto, Ministro de Marina y Aviación del Gobierno de la República, envió el "Jaime I" y el "Libertad", dando a los expedicionarios un plazo de veinticuatro horas para que se embarcasen. Y entre el ataque de los enemigos y la conminación de los amigos, los republicanos no tuvieron otra alternativa que la de embarcarse como pudieran y dar la partida por perdida.

Mucho se ha escrito acerca de la expedición a Mallorca, juzgándola de acuerdo con las inclinaciones de cada uno. Era, es cierto, un golpe arriesgado; pero es posible que con mayor apoyo del Gobierno, y si Prieto hubiese dejado que cooperasen las mejores unidades de la escuadra —que no hacían nada— pudiera haberse ocupado la isla antes de que llegaran los refuerzos. Lo que habría representado una gran diferencia en la distribución de posiciones estratégicas en los primeros meses. Tal como resultó, lo que en nosotros queda más persistente en el recuerdo es la falsedad de una frase temeraria de Prieto, quien en un artículo escribió que no teníamos que preocuparnos de que Mallorca estuviese ocupada por fascistas e italianos, porque desde allí no podrían llegar a nuestras costas, "si no fuese nadando y con el fusil a la espalda". Cuando más tarde, con el punto de apoyo de Mallorca, los rebeldes virtualmente dominaron el Mediterráneo, hundiendo los transportes que llevaban a nuestros puertos armas y comestibles; cuando los aviadores italianos venían desde los aeródromos de la isla a descargar sus bombas sobre Barcelona, aquella observación imprudente de Prieto nos había de parecer dolorosamente sarcástica.

Primeros éxitos rebeldes en el norte


Otra de las primeras campañas fue la emprendida por el general Mola a mediados de agosto en la provincia de Guipúzcoa con el objeto de cortar a los vascos las comunicaciones directas con Francia. Mandaba las fuerzas regulares y los requetés navarros lanzados a la ofensiva, el general Solchaga. Se luchó estrenuamente por las dos partes, pero el ejército vasco no estaba todavía maduro y los rebeldes disponían de gran superioridad de artillería y aviones de bombardeo italianos Caproni, los que más contribuyeron al curso final de la campaña. No obstante, el avance del enemigo fue lento; cayó primero Tolosa, a fines de agosto Irún, y a mediados de septiembre San Sebastián, que los vascos evacuaron para evitar que la ciudad fuese destruida. De momento la ofensiva contra Euzkadi se detuvo; el 1° de octubre las Cortes de la República reunidas en Madrid aprobaban el Estatuto vasco.
Aguirre fue nombrado Presidente, juramentándose bajo el árbol de Guernica, y los vascos, con resolución valerosa y ejemplar disciplina, se prepararon a organizar la resistencia que tanto habría de costar al enemigo vencer.

En otros lugares de la Península había posiciones rebeldes que continuaban sosteniéndose, y otras republicanas que se perdían. Hechos que no dejaban de influir en el curso de la guerra.
En el norte, el coronel Aranda seguía manteniéndose en Oviedo; la lucha era durísima como en el episodio del cuartel de Simancas, en Gijón, que tuvo que tomarse con el edificio en llamas. A mediados de octubre los rebeldes entraron en la capital de Asturias.
También el coronel Moscardó seguía resistiendo en el Alcázar de Toledo. En el sur, las fuerzas del general Varela tomaban posiciones en Andalucía central e iban liquidando núcleos de resistencia republicana. Operaciones, todas ellas, que contribuyeron a cambiar el mapa estratégico de la guerra en sentido favorable al enemigo.

Guernica bombardeado en 1937.
El general Franco, en el centro, estudiando mapas con dos miembros de su estado mayor en Zaragoza, antes de la batalla de Teruel.


Tropas franquista del Ejército de Africa desfilando.



El avance del Ejército de África


La campaña más importante, y la más peligrosa, porque se emprendía con las únicas unidades compactas y veteranas que entonces luchaban, los legionarios y los moros, era el avance del Ejército de Africa desde Sevilla hacia el norte. El general Franco era el Comandante en Jefe, y el general Yagüe, al frente de la Legión Extranjera, el realizador de la ofensiva. Sus tropas, avanzando trescientos kilómetros en una semana, entraron en Mérida el 10 de agosto, y se pusieron en contacto con las fuerzas rebeldes de Castilla la Vieja. Badajoz resistió; y después de tomar la ciudad en enconada lucha, los rebeldes cometieron las brutalidades masivas y crueles, las siniestras matanzas en la plaza de toros, y otros actos de increíble ferocidad que son una de las manchas más infamantes para los facciosos. Después de caer Badajoz, Yagüe reanudó el avance hasta Talavera de la Reina que había de servirle de base del ataque contra Madrid.

Después de la diversión, a fines de septiembre, para liberar el Alcázar de Toledo, la cual posiblemente hizo que los facciosos perdiesen la oportunidad de tomar Madrid de un primer empujón, a principios de octubre comenzó la batalla por la posesión de la ciudad. El empuje más fuerte estaría a cargo del Ejército de Africa, desde las posiciones últimamente conquistadas de Maqueda y Torrijos; mientras que el ejército del general Mola atacaría al mismo tiempo. Las columnas que convergían hacia Madrid eran cuatro; fue entonces que Mola dijo desde Avila, que también contaban con "la quinta columna", la de aquellos que dentro de la misma ciudad se aprestarían a ayudarlos. Ante la presumida inminencia de la caída de Madrid, los aviones rebeldes lanzaban proclamas instando a la población a evacuar la ciudad; los rebeldes tenían preparada en la retaguardia del ejército una caravana de camiones con comestibles para congraciarse con la gente cuando la ocupasen, lo que pensaban había de ser muy pronto. Pero a medida que los defensores iban perdiendo terreno, la resistencia se endurecía. A la conquista de un pueblo, al abandono de una posición que se viesen obligados a ceder, los republicanos contestaban con contraataques cada vez más resueltos. No obstante, el enemigo, después de tomar Alcorcón, Leganés, y el aeródromo de Getafe, había llegado hasta las puertas de Madrid, y se preparaba a emprender, en la madrugada del 7 de noviembre, con los ataques convergentes de las fuerzas de Yagüe, Varela y Mola, la batalla decisiva, la que, dandoles la posición clave de Madrid, les permitiera ganar rápidamente la guerra.



Retirada del Gobierno y reorganización


Estos golpes adversos habían de repercutir, naturalmente, en la situación política en el campo de la República. El Presidente Azaña, por decisión personal, se trasladó a Barcelona y poco después, el 6 de noviembre, el Gobierno decidió instalarse en Valencia. Quedaban el general Pozas como Jefe del Ejército del Centro, el general Miaja, como Comandante de Madrid y Presidente de la Junta de Defensa de la ciudad, y el teniente coronel, más tarde general, Vicente Rojo como Jefe del Estado Mayor. Era innegable que la guerra iba mal y que ello era debido a dos factores coincidentes: uno de signo positivo para los enemigos, y otro negativo para los republicanos. El primero era que aquéllos pudieron contar desde el comienzo, gracias a los aviones alemanes e italianos, con el Ejército de Africa, que constituyó el núcleo bien encuadrado y combativo de sus fuerzas. Por parte de los republicanos el factor negativo era que, a resultas del alzamiento, se produjo una situación revolucionaria que entorpecía, cuando no paralizaba, el esfuerzo de guerra. Aquella exigencia de "disciplina para ganar", de la que yo hablaba desde el principio, seguía siendo la necesidad más vital. Se habían ya dado los primeros pasos por este camino, pero aún eran tímidos, vacilantes. Fue por esta causa por lo que la situación militar había llegado a ser lo que era. Faltaba todavía mucho trecho por andar.

Azaña en Cataluña


El Presidente de la República, había llegado a Cataluña. Por un complejo de circunstancias, entre otras hacerlo de pronto y sin previo aviso, su estadía hubo de resultarle poco grata y acabó dramáticamente con horas de gran angustia durante los sucesos de mayo de 1937. 

Se instaló en el Palacio del Parlamento de Cataluña, en las habitaciones reservadas para la Presidencia. Debido a que a él le agradaba tener compañía, y era siempre tan agradable hablar con Azaña, algunas tardes durante los meses que estuvo en Barcelona, terminado el trabajo en el Ayuntamiento, iba a pasar un rato con él. Recuerdo la tristeza que sentía al ver a aquel hombre de tanto valor intelectual y símbolo de la República, en aquel palacio desierto, con los corredores vacíos, donde resonaban los pasos de los pocos visitantes. Pero fue al principio de su estadía cuando al anochecer, todavía encontrándome yo en el Ayuntamiento, sonó el teléfono y Azaña, en el aparato, dijo que quería hablarme. Y allá fui inmediatamente. Lo encontré deshecho, con la moral en ruinas. Hasta aquella inteligencia suya tan brillante, parecía opaca, medio apagada. Y me dijo que quería marcharse, salir de España, renunciar a la Presidencia de la República.

En realidad, considerándolo fríamente sobradas razones tenía el Presidente de la República para descorazonarse, no sólo ya desde el punto de vista de la política doméstica sino también desde el ángulo internacional. Que era bastante para sentir la bocanada de asco, la vergüenza de la farsa trágica del Comité de No-Intervención. Bien conocido era, y está documentalmente archiprobado, que las potencias fascistas ayudaron desde la primera hora descaradamente a los rebeldes, y con una rapidez y eficacia que, de hecho, fueron decisivas. El 26 de julio Hitler se decide por la intervención franca y envía las escuadrillas de Junkers, a las cuales no tardará en seguir la Legión Cóndor. Pocos días más tarde los primeros aviones italianos llegan a Marruecos.

En el ambiente europeo de debilidad, pánico y claudicación ante el fascismo se constituye el Comité de No-Intervención, reunido por primera el 9 de septiembre en Londres. Desde el primer momento se hace patente la ineficacia del Comité y su parcialidad. Como muestra trágica de cinismo, mientras el Comité va sesionando, en Salamanca Franco agradece públicamente a Hitler la ayuda que recibe de Alemania. En la historia de la guerra civil española el recuerdo del Comité de No-Intervención queda como un triste ejemplo de hipocresía política y de flaqueza moral.

Estelada e ikurriña en Barcelona en 1936.
Brigadistas italianos en Barcelona, 1937.

Miembros del Batallón Británico de la XV Brigada Internacional hacia 1937.

Las brigadas internacionales


Las Brigadas Internacionales, no eran enviadas por Estados que intervenían en la guerra, sino constituidas por los que libremente se alistaban en ellas. Cierto es que las organizaciones comunistas fueron las que más trabajaron para su formación; pero muchos de los que fueron a luchar —y cuántos a morir— en España, eran hombres empujados por un ideal de justicia y libertad, y resueltos a combatir el fascismo por decisión voluntaria. De los que lucharon en las Brigadas Internacionales una tercera parte murieron combatiendo. Su generoso sacrificio merece un justo y sentido recuerdo.

Fue en la primera quincena de octubre cuando comenzaron a pasar por Barcelona los primeros contingentes de las Brigadas. Venían de París, el principal centro de concentración, y después de pernoctar en el Castillo de Figueres, llegaban a Barcelona. Era casi obligado que las columnas, una vez formadas, desfilasen por la Plaza de la República. Yo los veía pasar desde el balcón del Ayuntamiento, la formación todavía no bastante disciplinada, el paso resuelto, el gesto combativo, dando gritos de muerte al fascismo. Después, sin perder un día, marchaban al frente; primero al de Madrid, en situación tan crítica, y donde la efectividad de su ayuda podía depender de una cuestión de horas. Luego fueron a otros frentes, en general alejados de Cataluña. De hecho, no los vimos de nuevo hasta aquella tarde de mediados de noviembre de 1938, cuando las columnas de lo que quedaba de las Brigadas volvieron a pasar por la Plaza de la República, cumpliendo el acuerdo internacional de que saldrían de España. Y fue aún más tarde, exiliado en Inglaterra, cuando comprendí lo que había de valeroso idealismo en el sentimiento que impulsó a muchos a alistarse en las Brigadas. Cuántas veces en Londres, en circunstancias las más diversas y con gente de condición social distinta, encontramos hombres que nos decían con ingenuo orgullo que habían luchado en las Brigadas Internacionales. Y al saber de uno, y de otro, y de otro todavía, que cayeron combatiendo valientemente por un ideal, comprendía —mejor que cuando los veía pasar desde el balcón del Ayuntamiento— lo que en aquellos años de noble fermentación ideológica representaron las Brigadas. Más tarde, una amiga nuestra nos contaba cómo a Vanessa Bell, la hermana de Virginia Woolf, la llamaron una noche por teléfono para decirle que su hijo Julián había muerto en el frente de Córdoba. Y cómo ella, después del golpe brutal, supo dominar el dolor. Cuando me lo contaron comprendí que fuesen cuales fuesen nuestras congojas, hubo jóvenes que sin estar obligados a hacerlo, habían hecho tantos o mayores sacrificios que nosotros por aquel gran ideal desgraciadamente desafortunado.

La evacuación 


Después de la caída del frente del este. La situación militar empeoró rápidamente. El 15 los rebeldes estaban en Tarragona, el 16 en Cervera, constituyendo su pérdida una nueva amenaza de cerco por el norte; el 20 los enemigos ocupaban Guisona, Calaf y El Vendrell, avanzando hacia el Llobregat, al que llegarían el 24 en tres puntos. Todo el sur de Cataluña estaba perdido; el círculo se iba estrechando entre el mar y los Pirineus. La gravedad de la situación no escapaba naturalmente a los barceloneses; la ciudad había tomado un aspecto anormal, extraño. Las calles, debido a los frecuentes bombardeos, unas veces estaban muy llenas y después casi desiertas. Afluían a Barcelona nutridos grupos de gentes que llegaban de las ciudades y comarcas ya ocupadas por el enemigo, mientras otros la abandonaban marchando hacia el norte. Todos estos hechos precursores del gran cambio, repercutían también en el trabajo de la Conselleria, en la cual, agrietada la estructura administrativa, los servicios iban deteniéndose. Todavía estábamos en Barcelona, pero con la amargura de saber que muy pronto tendríamos que dejarla.

El sábado 21 Negrín habló por teléfono con Companys y le dijo que sería conveniente que se viesen. De la conversación que tuvieron, y aunque Negrín no lo dijera explícitamente así, Companys sacó la impresión de que todos nosotros deberíamos marchar de Barcelona. El mismo día se reunió el Consell de la Generalitat y se acordó que los Consellers se trasladasen a Olot, acuerdo realmente formulario, porque por el curso de las operaciones militares era de prever que no llegarían a instalarse en dicha ciudad. 

Por la carretera ya encontramos coches parados, carros colmados de gente y de enseres, grupos de algunos que iban a pie; el primer impacto de la triste procesión y el humano desconsuelo del éxodo. Con penas y trabajos, procurando ayudar a aquellos que estuviesen en dificultades, quizás animando a otros, a pesar de que en general todos se sentían animosos, llegamos muy tarde a Santa Clotilde. El mar era una mancha negra; en el cielo brillaban indiferentes las estrellas de invierno. Después del bullicio, del movimiento, del ruido, un silencio engañoso. Como de muerte. Y allá, bajo la bóveda obscura, Barcelona en la pesadilla de la noche inquieta, de malos augurios. Barcelona borrada en la lejanía. Perdida para mí, para siempre.

Borbadeo a Barcelona.

Soldados leales enseñan tiro al blanco a mujeres que están aprendiendo a defender la ciudad de Barcelona.
Así lucía el centro de Barcelona, el 29 de marzo de 1938, después de que los bombardeos de los insurgentes del general Franco mataran a 875 personas.


Los soldados insurgentes del ejército del general Francisco Franco avanzan hacia Lérida, puerta de entrada a Cataluña, después de una victoria aplastante e importante en su campaña que dividió en dos a la España leal, el 13 de abril de 1938. Lérida cayó después de una batalla de seis días.


Una batería de tanques insurgentes avanza por una calle desolada en Granadella mientras las fuerzas de Franco avanzan hacia Barcelona.

La caída de Barcelona


Y Barcelona se perdió. La caída de Barcelona como la de toda Cataluña ha sido tan tergiversada que se hace más imperativo contar su triste y lastimosa historia y las causas que la hicieron inevitable. Barcelona cayó porque no hubo ningún ejército, ninguna fuerza militar que la defendiese. Un caso bien diferente del de Madrid, que contó siempre con tropas republicanas: y las de las Brigadas Internacionales para su defensa. ¡Cuántos soldados catalanes fueron a combatir por Madrid! Y Barcelona: quedó sola cuando la atacaron. ¿Cómo podía resistir una población civil, sin una fuerza militar que la defendiese y sin armas la poderosa acometida de un ejército, que en su empuje ofensivo había deshecho al otro que se le opuso para detenerlo y cuyos restos en vez de defender la ciudad la abandonaban en su retirada hacia el norte? Y a pesar de ser tan evidente que así fue, no faltan quienes quieren hacer recaer sobre Barcelona y Cataluña toda la culpa de haberse perdido la guerra. E historiadores que pretendiendo ser objetivos, por las fuentes tendenciosas que con preferencia consultaron caen en el mismo pecado de incomprensión y de injusticia.


El avance y  la resistencia desesperada


Los rebeldes avanzaron rápidamente hacia el río Llobregat, que habría podido constituir una línea defensiva, pero también sin tropas para cubrirla y defenderla. Por el litoral lo hicieron las fuerzas de Yagüe con el Ejército de Marruecos; más tierra adentro las de Solchaga con los navarros; y más al norte Gambara con las divisiones motorizadas italianas. Y ante ellos, para oponerse, materialmente nada. El 24 llegaron al río, y al día siguiente los tres Ejércitos lo pasaron sin encontrar ninguna resistencia.

Mientras tanto, en Barcelona, el general Riquelme, con buena intención, pero sin contar con cosa alguna que pudiese dar efectividad al propósito, convocó en la Capitanía una reunión de altas autoridades, partidos y sindicales. Con palabras sencillas y llenas de emoción les manifestó su propósito de defender la ciudad hasta el último extremo. Todos los asistentes ofrecieron su concurso, un noble gesto y una momentánea explosión de entusiasmo. Y nada más. El mismo miércoles las tropas republicanas fueron evacuando la ciudad, manteniendo sus posiciones en algunos suburbios, mientras el enemigo iniciaba una maniobra envolvente para cercar la ciudad por el norte.

Aquí y allá se libraron combates esporádicos. Desfallecimientos y defecciones, y actos aislados de heroísmo. Las fuerzas de orden público abandonaron las posiciones que tenían que defender, siendo reemplazadas en el último momento por unidades de los batallones de retaguardia. El jueves 26 a primera hora de la mañana, la tenue línea defensiva se debilitó todavía más al retirarse los guardias de asalto. 

Fuerzas de Carabineros intentaron precariamente reconstruirla. Hubo tan sólo un sector del frente que resistió. Y resistió bien. Fue en Esplugues, donde un batallón de la 151 Brigada Mixta y el Batallón 125 de Ametralladoras combatieron valerosamente, desesperadamente. El Batallón 125 no tuvo tiempo de retirarse; su jefe decía con escueta sencillez en su última comunicación: "En este momento el enemigo toma por asalto mi puesto de mando; de la 151 Brigada Mixta queda sólo una compañía que se repliega hacia la Plaza de Espanya". La misma mañana, los rebeldes ocuparon las alturas que dominan Barcelona: los moros de Yagüe, Montjüic; las divisiones navarras e italianas, el Tibidabo y Vallvidrera. Y en la tarde del jueves 26 las tropas enemigas ocuparon la ciudad.

Sola. Y condenada. Vencidos por fuerzas superiores y la fatalidad de una conjunción de factores adversos, los soldados fueron retirándose hasta llegar a los Pirineus, y no obstante la natural fatiga física y moral, lo hicieron en buen orden. No desertaron, no se rindieron. En magnífica afirmación de fe y de fidelidad al ideal, la gran mayoría atravesaron en masa los Pirineus para ir sin vacilaciones al azar obscuro del destierro.


El éxodo masivo


Barcelona ya había caído, Cataluña estaba próxima a perderse.

Y aquellos días, en que a cada hora iba recortándose el pequeño pañuelo de la Cataluña todavía libre, mientras el ejército seguía retirándose, la población civil —¡cuánta gente! —se lanzó también a marchar hacia el norte. Era el éxodo. Un gentío, una multitud, un pueblo, forzados a dejar su tierra. En hileras, como un hormiguero, hacia la frontera. Con la diversidad heterogénea, extraña, inverosímil de las emigraciones forzadas. Las carreteras de bote en bote llenas de gente y también los caminos más estrechos y menos conocidos. Automóviles oficiales y particulares, de gente de paz y de gente de guerra, autobuses, camiones ligeros y de los más pesados. Y carros, muchos carros de gente menestrala y payesa, cargados con un hacinamiento de mujeres y niños, de paquetes y fardos, de baúles y maletas, de muebles y colchones, utensilios y enseres de todas clases. Y cestos de donde salían las cabezas enrojecidas y el claro plumaje de pollos y gallinas. Y las familias y los grupos que iban a pie, muertos de fatiga bajo la carga pesada de tanto fardo y con la obsesión de seguir adelante. Y mezclándose con esta humanidad en marcha, apretándola, deteniéndola, los convoyes militares, las camionetas rebosantes de soldados, pelotones a pie, algunos carros blindados, una batería de cañones. Y toda esta riada desbordándose en una sola dirección, una multitud marchando lentamente, penosamente, entre estorbos y obstáculos que hacían perder horas y agravaban la angustia, el cansancio, la desesperanza.

Últimos días de la República

Los últimos días de la República, de actuación de sus órganos representativos, tuvieron como marco el Castillo de Figueres, y después el pueblo y los alrededores de Agullana. No importa que una vez perdida Cataluña, la República continuase persistiendo un par de meses. Entonces ya era un cuerpo muerto, vacío de contenido, carcomido por las disensiones internas, que se sostenía precariamente en espera del último empujón que la hiciera caer. Al perderse Cataluña la guerra estaba perdida. Por esto, fue durante aquellos días de confusión y de desconcierto, que daban la impresión de algo que se estaba deshilachando, cuando, aunque fuese con el resplandor rojizo del crepúsculo, brillaron los últimos rayos de la República, aquella empresa noble, inspirada en afanes de superación y de perfeccionamiento, digna de mejor suerte, que para acabar con ella se requirió un monstruoso contubernio y las codicias extranjeras después de haber resistido valerosamente dos años y medio de guerra.


Éxodo 


La última noche. ¿Qué pensaba en aquellas horas breves, inquietas, sin poder dormir más que retazos de una pesadilla?

El destino me había llevado a que mi última estadía antes de desarraigarme fuese en aquel rincón de tierra donde tenía más raíces. En la obscuridad veía aquel cuadro del Empordà siempre tan grabado en la memoria, y recordaba que había sido en las laderas de aquellas montañas donde fue creciendo, adosada a la tierra, la estirpe de los Sunyer. De allí, tan cerca, de un "mas" del término de La Bajol, procedía nuestra rama familiar. Y más que ningún otro pensamiento o emoción, la añoranza de la vida de ayer, o la aprensión por la del mañana, lo que en la obscuridad sentía era sobre todo el dolor tan vivo del desgarro y del desarraigo.

A la hora convenida, el día siguiente por la mañana salimos del Mas Perxés para ir a encontrar a aquellos con quienes se había dispuesto que marchásemos. El grupo era bastante numeroso. Del Gobierno catalán, Companys, Tarradellas, Sbert y yo; del vasco, Aguirre, Irujo y Jáuregui.

Emprendimos el camino monte arriba.

Y en seguida entramos en la paz callada del bosque montañoso. Nos guiaba un hombre de La Bajol, buen conocedor de estos parajes. El camino seguía cuesta arriba, entre las encinas.

Cuando hacía ya cierto tiempo que andábamos, vimos venir por un sendero a Negrín. Solo. De momento nos extrañó encontrarlo; pero nos dijo que venía de acompañar a Azaña y su esposa. Mi sobrino Cèsar, quien junto con Cristià Cortés salieron de noche del "mas" para pasar la frontera en la madrugada, me contó más tarde cómo, llegados a Les Illes, vieron venir a Azaña y su esposa con Negrín acompañándolos. Negrín llevaba del brazo a Doña Lola; el rostro de Azaña serio, con surcos de preocupación.

En el momento de despedirse, Negrín besó la mano de la señora y le dijo: "Hasta pronto, en Madrid". Un grupo de refugiados gritó: "Viva la República." Azaña y su esposa subieron al coche que los esperaba y Negrín se fue montaña arriba. Venía de cumplir este gesto caballeresco cuando lo encontramos. Con nosotros se mostró, sin llegar a cordial, amistoso. Nos despedimos con los mutuos deseos de buena suerte en las horas inciertas que teníamos por delante.

Y volvimos a subir por la senda. En torno, un gran silencio.

De pronto unas voces lo rompieron. Eran los carabineros de uno de los destacamentos de la frontera. Después de breves palabras, y expresión también de buenos deseos, volvimos a emprender, solos, el camino. Cuanto más subía, los árboles eran más escasos y más aislados; un paisaje de manchas de hierba entre amontonamientos de rocas grises. El aire era fino, el sol pálido. Por el cielo vagaban lentamente copos de nubes. No sabíamos dónde se encontraba la línea de la frontera; en aquella anchura de las cimas, con poca pendiente, el sendero iba suavemente subiendo y bajando. Hasta que de pronto, llegados tras de unas rocas, el camino comenzó a bajar, claramente. Irrevocablemente.

Y fuimos bajando sin decir nada. Cada uno encerrado en sus propios pensamientos. En la otra vertiente el camino descendía por un valle estrecho y sombrío, con una sensación de frescor húmedo. La tierra, helada y resbaladiza, hacía más difícil el caminar sin resbalar. Quizás por ello —¿tan sólo por esto?— ibamos bajando lentamente. A uno de los lados del sendero había un rastro de pequeños trozos de tarjetas postales rotas, de imágenes ingenuas y coloridas. ¿Quién debió ser el que antes de irse quiso desprenderse de aquellos recuerdos sentimentales, que para él tuvieron valor bastante para llevarlos sobre el pecho en las horas de peligro de muerte? El camino seguía bajando, y a su vera saltaba el agua de un pequeño riachuelo. Y al doblar un recodo vimos el valle más amplio. Y muy cerca el pueblo de Les Iles, con sus casas de tejas rojas y ventanas pintadas. Y al lado del pueblo un campo, en el que hormigueaba un grupo numeroso de refugiados. Nos detuvimos un momento, mirando. Y luego volvimos a bajar por el camino, muy despacio sin decir nada.
Refugiados de Barcelona inundan la pequeña ciudad fronteriza de Le Perthus.


Huyendo ante el ejército invasor, innumerables refugiados abarrotan todas las carreteras que conducen a la frontera francesa.


Algunos de los últimos miembros de la procesión de refugiados, con sus mantas y fardos de pocas posesiones, cruzan la frontera cerca de Le Perthus.


Guías franceses ayudan a los refugiados españoles hacia la frontera con Francia en los Pirineos cubiertos de nieve.
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