El poder del número
Nietzsche lo anticipó en Así habló Zaratustra:
“Los valores son reemplazados por los poderes, y donde los poderes rigen, los números son el criterio más alto; la fe en la cantidad desplazará al aprecio por la calidad.”
Welcome to the brave new world, donde el éxito no se mide por lo que eres ni por lo que haces, sino por cifras que dictaminan lo que vales: cuántos followers, cuántas ventas, cuántos ceros en la cuenta. ¿Las consecuencias? Incontables. Nos hemos enamorado de los datos y las métricas, y el único valor que reconocemos es el del número...y cuando el número más grande es rey, we can only find ourselves a merced de los excesos, porque los números, claro, nunca son lo suficientemente grandes.
Hoy, los poderes se legitiman por su tamaño. Las élites (financieras, políticas, mediáticas, culturales y deportivas) operan bajo una lógica sencilla: más dinero, más influencia; más seguidores, más poder. En este sistema, los números no son solo datos, son credenciales. La cantidad se ha convertido en el estándar de éxito y relevancia, desplazando a la calidad o al contenido real al fondo del escenario.
El ejemplo más evidente de esta fe en la cantidad lo encontramos en las redes sociales, el templo moderno del número. Aquí, no importa tanto lo que dices como cuántos lo ven, cuántos likes genera, cuántas veces se comparte. Nos hemos convertido en acumuladores compulsivos de métricas: followers, views, clicks... cualquier cifra que suba y se pueda contar. Es un síndrome de Diógenes digital en el que acumulamos validación en forma de corazones, comentarios y retweets. El contenido, sea bueno, malo o irrelevante, queda eclipsado por el juego de la popularidad. Y, en este juego, la calidad es un detalle menor, los números siempre tienen la última palabra.
Este culto a las cifras no afecta solo a cómo vemos el mundo, sino también a cómo nos percibimos a nosotros mismos. Poco a poco, evaluamos nuestra valía personal según métricas: ¿cuántos ceros tiene nuestra cuenta bancaria? ¿Cuántos logros tangibles podemos exhibir? ¿Cuántos seguidores acumulamos? Sin darnos cuenta, nos reducimos a un conjunto de estadísticas, dejando que esos números definan lo que somos. El éxito ya no es un estado, es un gráfico en ascenso que nunca se detiene.
Lo más inquietante, sin embargo, es cómo esta obsesión por los números ha invadido incluso el mundo de la cultura y el pensamiento, terrenos donde el valor, en teoría, no debería ser cuantificable. Las élites culturales, antes definidas por la calidad, han sucumbido al poder del número, traicionando su esencia para encajar en una sociedad obsesionada con lo cuantificable. El mejor artista ya no es necesariamente el que crea algo que perdure, sino el que logra más ventas, más likes o una mayor presencia en las redes sociales. Del mismo modo, el mejor pensador no es aquel que deja una huella intelectual profunda, sino el que domina los titulares y aparece constantemente en los medios. En esta dinámica, las élites culturales que resisten esta lógica son relegadas a los márgenes, invisibles en un sistema que idolatra lo medible.
Esto no es casualidad. La sociedad ha sido moldeada por un sistema educativo que ha dejado de lado las artes y los clásicos, esa tradición que no solo enseñaba conocimientos, sino que ofrecía herramientas para pensar, para cuestionar y para vivir con responsabilidad y libertad. En su lugar, hemos adoptado un modelo utilitarista, diseñado a medida de lo que necesitan el mercado y el Estado. La educación ya no aspira a formar individuos, sino piezas útiles en la maquinaria económica.
No ayuda tampoco el papel de las élites empresariales, que nos han vendido la idea de que el éxito y el propósito de la vida se resumen en ganar dinero. Bajo esta fe en el “valor de mercado”, todo aquello que no genera beneficios inmediatos se convierte en algo prescindible: el arte, el patrimonio cultural, e incluso el cuidado de las personas más vulnerables. Todo lo que cuesta dinero pero no lo produce es visto como un obstáculo en lugar de una riqueza.
Y, como si esto no fuera suficiente, están las élites políticas, que también han contribuido al desamparo. Tanto en la izquierda como en la derecha, los principios y los ideales han sido sacrificados en el altar del pragmatismo y la popularidad. Ganar votos y seguir la corriente se ha convertido en su único norte, dejando de lado cualquier proyecto que mire más allá del ciclo electoral. Visiones de futuro, ¿para qué? Mejor algo rápido y eficaz que sirva para la próxima encuesta.
¿Podemos esperar cambios desde estas élites? Difícilmente. Al fin y al cabo, no son solo las beneficiarias del sistema; son su reflejo más puro. Su visión del mundo no soluciona la crisis: es la crisis. No es que sean malas personas, simplemente están atrapadas en una lógica que las legitima. Se adaptan a las reglas del juego para conservar sus posiciones y, lo peor de todo, creen sinceramente que lo que hacen es “por el bien común”. Pero sus acciones están tan impregnadas de los valores del mercado y el poder que les resulta casi imposible cuestionarse. ¿Cómo vas replantearte el juego if you are winning at it?
El poder del número, OMISH.
15/11/2024