Las pequeñas virtudes de la escuela


El sistema educativo contemporáneo es una máquina bien engrasada, pero no por ello exenta de defectos de origen. Heredado del modelo prusiano, fue diseñado en el siglo XIX con un propósito claro: formar una clase media trabajadora que encajara en las fábricas de la Revolución Industrial. Su estructura rígida, basada en la memorización y la obediencia, cumplió con éxito ese objetivo. Sin embargo, lo que este modelo no fue diseñado para hacer (y aún hoy no hace) es fomentar el pensamiento crítico, la creatividad o la capacidad de razonar. En esencia, produce trabajadores eficientes, no ciudadanos libres.

Este legado industrial persiste en nuestras aulas: horarios regimentados, materias estandarizadas y una obsesión por medir el aprendizaje en pruebas y cifras. Pero, ¿qué clase de humanidad estamos formando bajo este modelo? Una que, en lugar de despertar mentes, las entrena para cumplir órdenes y ajustarse a los dictados de lo que es útil para los negocios y el Estado.


La tragedia es que el sistema educativo, tal como está, deja a las personas en el desamparo intelectual y moral. Ha abandonado la tradición liberal que enseñaba artes y clásicos, disciplinas que no solo proporcionaban conocimientos, sino que ofrecían una instrucción moral y espiritual. Estas enseñanzas no producían empleados, producían seres humanos libres y responsables. Ahora, ese enfoque ha sido sustituido por un currículo funcionalista, donde solo importa lo práctico, lo que puede ser medido y monetizado.

Esta obsesión por lo útil se refleja incluso en cómo valoramos las elecciones académicas de los jóvenes. Hoy en día, optar por un bachillerato social o artístico es visto casi con burla, como si se tratara de una decisión de segunda categoría. En el sistema francés, el bachillerato científico es conocido como la voie royale, la “vía real”, la opción legítima para quienes buscan respeto y éxito. Pero, ¿y si el verdadero éxito no se midiera en cifras ni en utilidades? ¿Y si aquello que realmente define al ser humano no fuera su capacidad de producir, sino de cultivar su alma y su espíritu?


Como decía Cicerón, “cultura animi, philosophia est”: la cultura es el cultivo del alma, y son el arte y la filosofía las que nos enseñan cómo cuidarla. Sin estas herramientas, los jóvenes quedan desarmados ante las complejidades de la vida. El sistema educativo debería ayudarles a desarrollar una conciencia cultural, a entender que el alma humana necesita ser cultivada para que podamos madurar, no solo intelectualmente, sino también moralmente.

Toda educación debería ser, en cierto sentido, científica, sí. Pero no exclusivamente. Mientras que las ciencias aportan teorías, definiciones y pruebas, la literatura, la historia, y la filosofía cuentan historias. Historias sobre lo que implica ser humanos, sobre nuestras limitaciones y nuestra grandeza. Estas disciplinas no buscan certezas científicas; ofrecen verdades metafísicas, aquellas que nos ayudan a leer y comprender la vida. Sin embargo, hemos eliminado este tipo de conocimiento de nuestras aulas. Nos hemos vuelto ciegos ante todo lo que realmente importa en la vida.


¿Quién, hoy en día, nos enseña a leer la vida? ¿Quién nos habla de lo que significa ser humanos en un mundo que valora más lo útil que lo significativo? La educación moderna parece haber perdido su brújula, olvidando que no es suficiente enseñar habilidades prácticas; también debemos cultivar las grandes virtudes.

La escritora Natalia Ginzburg reflexionó sobre esto con una lucidez que no pierde vigencia: 

“En relación con la educación de los hijos, pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia respecto al dinero; no la prudencia, sino el valor y el desprecio del peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber.”

Porque la educación no es solo una cuestión de formar trabajadores; es una cuestión de formar personas. Y hasta que no replanteemos el propósito de nuestro sistema educativo, seguiremos produciendo mentes entrenadas para encajar en el mundo, pero incapaces de comprenderlo.

las pequeñas virtudes de la escuela, OMISH.
18/11/2024
 




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