Gen z luv
IMO el amor es un fenómeno dual que refleja nuestra condición humana: un entrelazamiento de procesos biológicos inevitables y normas sociales en constante evolución. Por un lado, responde a mecanismos neuroquímicos ancestrales; por otro, se moldea según los valores de cada época. Esta tensión entre naturaleza y cultura define no solo cómo amamos, sino que también refleja a la perfección la complejidad humana.
Como advirtió Schopenhauer, "el hombre es libre de hacer lo que quiere, pero no de querer lo que quiere". Las emociones que asociamos al amor (las famosas mariposas en el estómago, la obsesión pasional, el apego) no son fenómenos místicos, son el resultado de un complejo sistema neuroquímico. Nuestro cerebro, el órgano más complejo del universo conocido, alberga un algoritmo que, mediante redes neuronales, dirige cada una de nuestras acciones y decisiones. La dopamina nos impulsa a buscar recompensas; la oxitocina fortalece los vínculos; la serotonina estabiliza. Somos, en esencia, inteligencias biológicas (IBs) operando en un mundo milenario gracias a un código biológico que la evolución ha ido perfeccionado durante más de 200 000 años.
Este sustrato biológico explica patrones universales: como el resto de animales nuestro deseo sexual trasciende género, edad y cultura, manifestándose como un impulso primitivo que desafía nociones de libre albedrío. Sin embargo, sería un error reducir el amor a mera química. La historia muestra que cada sociedad ha domesticado estos impulsos mediante códigos culturales específicos.
En los últimos años, este aspecto socio cultural del amor ha sido objeto de intenso debate, but don’t be fooled lo que cambia no es el deseo, sino el marco que lo hace aceptable. La monogamia judeocristiana, el poliamor y las relaciones posmodernas, son todas máscaras que la cultura pone al Eros para que no desgarre el tejido social. In other words, el contexto socio cultural en el que vivimos juzga, promueve o incluso prohíbe, A través de libros, películas, religiones y un número infinito de etc…, las diferentes formas de amar.
A lo largo de la historia, la percepción del amor ha cambiado según el contexto socio cultural del momento, y lo que hoy en occidente nos parece inusual o tabú, en otros tiempos era perfectamente aceptado.
Un ejemplo paradigmático es el de la Antigua Grecia, donde el amor era un mosaico de prácticas aceptadas. Los griegos eran monógamos, pero no estaba mal visto tener amantes, tanto hombres como mujeres, y las relaciones entre personas del mismo sexo eran comúnmente aceptadas. También era habitual la práctica de la pederastia, donde un hombre mayor, erastés, generalmente casado, mantenía una relación sexual y afectiva con un joven, erómeno. El erastés asumía un papel similar al de un mentor y tutor del joven, encargándose de su educación y formación militar, y en muchas ocasiones, era alguien rico e influyente que cortejaba al erómeno con regalos y rituales (suggar daddy vibes). Hoy en día, una relación de este tipo es considerada tabú, pero en ese contexto, era una práctica socialmente aceptada, como lo demuestra la famosa pareja Homerica de Aquiles y Patroclo.
En la actualidad, nuestra comprensión de las relaciones amorosas está profundamente influenciada por la ideología judeocristiana, que ha moldeado la civilización occidental durante siglos. Sin embargo, en las últimas décadas, el declive de la religión y el advenimiento de la globalización, con la fusión de múltiples culturas, han provocado un cambio en nuestra forma de ver y entender el amor. El amor está vivo, y como todo lo que está vivo, cambia y se transforma con el tiempo. Estamos entrando en una nueva era en la que, por primera vez en la historia, se está formando una cultura global impulsada por la globalización y los avances tecnológicos. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo entenderemos el amor en esta nueva era? ¿Cómo serán las relaciones amorosas del siglo XXI?
Para comprenderlo, primero debemos entender el mundo en el que vivimos. Definir las características de la sociedad moderna es tan difícil como definir el color de un camaleón; la única constante es el cambio. La muerte de Dios, como predijo Nietzsche, ha dejado un vacío en el ser humano que aún no hemos sido capaces de llenar. Sin pretender hacer una apología de la religión, es innegable que la descomposición de una doctrina judeocristiana globalizadora ha dejado en desorden, o simplemente en blanco, percepciones esenciales de la condición humana.
En un mundo donde la teología dictaba las normas, la verdad era absoluta, todo tenía una razón de ser y nadie osaba poner nada en cuestión. Sin embargo, el vacío dejado por la erosión de la teología ha dado lugar a que nuevas doctrinas, sistemas y realidades luchen por llenar esa oscuridad interior. George Steiner se refiere a este fenómeno como la nostalgia del absoluto. La historia de Occidente en los últimos 150 años puede resumirse como una serie de intentos, más o menos conscientes, más o menos sistemáticos, de llenar ese vacío.
Las consecuencias de vivir en una sociedad sumergida en el constante cambio, caos y fricción son profundas y duraderas. En lo que respecta a nuestra percepción del amor, ocurre lo siguiente:
Dado que lo absoluto ya no existe, todo es transitorio. No hay verdad, no hay meta alguna, no hay significado ni sentido. Todo se ha vuelto subjetivo. Por lo tanto, mi yo particular, mi ego, se convierte en la medida de todas las cosas, y lo único que importa es lo que siento y pienso. Insistimos en que nuestros gustos, opiniones y formas de ser deben ser respetados, y si no es así, nos sentimos ofendidos. Este delicado ego, como centro de todo, no tolera la crítica de los demás y no conoce la autocrítica. Todo se reduce a sentirse bien, y nos sentimos mejor cuando todo es cómodo y placentero. El placer (como si el conflicto, lejos de ser motor de crecimiento, fuera error de sistema) se ha convertido en la medida definitiva de todo aquello en lo que invertimos tiempo. Y ante todo, nuestras relaciones amorosas deben ser placenteras, queremos que nos entretengan. El amor se nos presenta ahora como la tentación irresistible de lo placentero y lo hermoso, pero un placer y una belleza de doble filo, pues ambas cosas son finitas y transitorias. Entregándonos desbocadamente al placer, la fe en la cantidad ha desplazado el aprecio por la calidad. Ya no tenemos tiempo ni paciencia, y por eso estamos obsesionados con la velocidad y lo nuevo. Nos encontramos a merced de los excesos, siempre buscando algo más placentero, más intenso, más bello y más nuevo; vagamos a la deriva, arrastrados y empujados por nuestros propios deseos y ansiedades, y cuanto más priorizamos el bienestar individual, más se erosiona el tejido relacional.
Las apps de citas no han hecho sino explotar esta dinámica: convierten el cortejo en juego de slots donde personas se juzgan en segundos, donde cada match genera un chute de dopamina y cada rechazo hiere un ego que exige nueva dosis de atención. Es la paradoja máxima: más opciones, menos conexión; sociedades hiperconectadas con índices crecientes de soledad, relaciones abundantes pero efímeras, y una generación que confunde intimidad con inmediatez.
Pero hay grietas en el sistema. Frente a la tiranía del instante, surgen voces que reclaman lentitud: una resistencia silenciosa que recuerda que, por más que la biología nos impulse y la cultura nos presione, siempre hay un espacio entre el estímulo y la respuesta. Ahí, en esa intersección, yace nuestra capacidad de elegir: de frenar el swipe compulsivo, de cuestionar el mandato del placer inmediato, y de optar por la profundidad aunque exija esfuerzo.
Este acto de libertad no niega la ciencia ni desprecia la cultura, sino que las trasciende. Porque el amor, en su esencia más pura, no es un algoritmo a optimizar ni un producto a consumir, sino el terreno donde lo biológico y lo social se funden en un gesto humano.
Y así, en un mundo de respuestas rápidas, el amor sigue siendo esa pregunta incómoda, hermosa e irresoluble que nos recuerda qué significa ser humano.
Gen z luv, OMISH.
10/09/2024